Más allá del titular ruidoso que proclamaba a A Coruña como “la nueva Beverly Hills”, lo que de verdad duele no es el exceso mediático. Es el malentendido profundo sobre lo que significa hacer arquitectura. En ese mismo enfoque sensacionalista, se nos desliza dentro de un imaginario que asocia nuestro trabajo con el lujo, como si eso bastara para describir lo que hacemos. Como si lo exclusivo anulara lo esencial.
Pero el lujo, al menos para nosotros, no tiene que ver con el precio. Tiene que ver con la confianza.
Diseñar una vivienda no es una transacción. Es un proceso técnico, creativo, íntimo. Requiere experiencia, conocimiento, oficio. Pero, sobre todo, requiere que quien encarga confíe. Que sepa delegar. Ese es el verdadero lujo: permitir que el arquitecto haga su trabajo.
Paradójicamente, esto ocurre más a menudo en los proyectos de alto nivel. Son clientes exigentes, sí, pero comprenden el valor del tiempo, del criterio profesional, de las decisiones bien fundamentadas. Lo realmente frustrante, en cambio, es que cuando el presupuesto es más ajustado, esa delegación se resiente. En lugar de confiar, se controla. En lugar de preguntar, se impone. Y es ahí donde los proyectos se desdibujan, se bloquean o directamente se frustran.
No tiene que ver con cuánto dinero se tenga, sino con cómo se entiende el proceso. Lo que a menudo sucede es que quienes disponen de presupuestos limitados tienden a imaginar viviendas imposibles. Proyectos cargados de metros cuadrados, programas sobredimensionados, exigencias sin filtro. Como si acumular espacios fuese una garantía de vivir mejor. Como si la arquitectura no fuese, en esencia, el arte de tomar decisiones. Decidir qué entra, qué sobra, qué importa.
Contratar a un buen arquitecto para después desconfiar de cada paso es un sinsentido. Es como encargar un traje a medida a un sastre excelente y dictarle cada puntada sin saber coser. El resultado nunca está a la altura. Y el desgaste es enorme, para todos.
Esto no quiere decir que construir una buena vivienda esté reservado a grandes fortunas. En absoluto. Hay proyectos maravillosos con presupuestos modestos. Pero solo cuando hay sentido común, respeto y confianza. Porque más allá del dinero, lo que hace viable una buena arquitectura es que el cliente comprenda sus propios límites, y a partir de ahí, escuche, confíe y deje hacer.
Mientras tanto, la inversión extranjera, tan vilipendiada en ciertos círculos locales, está trayendo algo más que capital. Está impulsando una mejora técnica en la construcción, especializando la mano de obra, elevando el estándar. Muchos detalles que hoy forman parte de viviendas convencionales nacieron en proyectos de mayor exigencia. Esa es la realidad. Y sin embargo, aquí seguimos discutiendo si está bien o mal que alguien construya con calidad.
En otros sectores lo entendemos. En el automóvil, por ejemplo, los precios han subido, sí, pero también los estándares de confort, seguridad y tecnología. Ya nadie se sorprende de que un coche medio tenga elementos que antes solo se encontraban en gamas altas. ¿Por qué no aspirar a lo mismo en vivienda? ¿Por qué resignarse a que la casa sea una inversión sin alma ni criterio?
Cada persona merece vivir en una casa digna, funcional, bella. Una casa que esté a la altura de su esfuerzo, no de sus frustraciones. Y eso solo ocurre cuando entendemos que el buen diseño no es un gasto. Es una forma de vivir mejor. Pero para que eso ocurra, hay que dar un paso que, al parecer, aún nos cuesta: confiar.
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Arquitectos y Estudio de arquitectura en A Coruña.